Gabriela estaba con ansias y
nuevamente los dolores de cabeza le oprimían la frente desde adentro, tratando
con prisa liberadora de escaparse de su
cuerpo. Siempre a la misma hora, el dolor regresaba buscando un escape por
donde sea posible. En la sala, entre las penumbras y el gris que se filtraba
por las cortinas su madre sostenía el último cigarro de la primera cajetilla
del día, con la mirada clavada en los retratos de la chimenea, casi perdida
entre los recuerdos y su realidad. No la
había visto, era mejor o le empezaría preguntar qué así ahí. El walkman de su hermano se había quedado
tirado debajo de la escalera, lo tomó, era seguro ya lo daba por perdido. Colocó
el casete que llevaba en el bolsillo y salió. Corrió antes que le hablaran, si
es que alguna vez alguien en esa casa se volvía a dar cuenta de ella.
Un día su madre empezó a sacar todas
las cosas de los cajones de su cuarto en un arrebato de limpieza. Sacó
pañoletas, mallas que en su vida pensó que a ella le quedarían, pañuelos, un
sombrero, un bikini anterior a los tres embarazos, un paquete casi amarillo con
las cartas de sus quince años. Todo iba directo a una pila de cosas inservibles,
todas mezcladas, condenadas a la basura, terminarían en la bolsa negra que su
madre le había mandado traer. Deja la
bolsa, sal que mucho ayuda el que poco estorba. Siguió lanzando cosas a la
ruma, como si pudiera lanzar sus recuerdos y sentimientos ahí. Gabriela ya estaba por salir cuando un casete
cayó en sus pies y antes de patearlo debajo de la cama, impulsada por la
curiosidad que tenía por saber que era lo que sus padres guardaban lo tomó y lo
guardó en su bolsillo. No tenía nombre o
etiqueta, no había marca y no sabía si
era de su mamá, de su papá o si llegó a su casa en alguna de esas fiestas que sus
papás hacían mucho antes de los hijos.

Amelia trajo al mundo tres hijos
y la menor todo menos lo que ella quería. Fue mujer, fue producto de una noche
poco memorable, nunca la escuchaba y tenía una tendencia por aferrarse a
objetos que iba encontrando por la calle. Nunca la quiso como a sus hijos
mayores pero ahora no dejaba de ver el portarretratos sobre la chimenea. Tal
vez una de las pocas fotos felices. Su hija apenas abría los ojos, apenas respiraba
en este mundo. Ella era más joven, con alguna esperanza aún en el mundo y con
muchos cigarrillos menos. Aún la podía ver caminar, como si estuviera ahí en la
casa para fastidiarla, para recordarle que nunca tuvo el interés de sentarse a
hablar con ella, incluso ahora que la seguía viendo no quería hablar con ella.
Su padre le regalo el walkman en
su cumpleaños y unas semanas después encontró el casete de Salvatore Adamo.
Nunca dejó de escucharlo. Lo encontró entre sus pertenencias cuando fue a
buscarla. Cuando Gabriela paseaba por casa la neblina entraba por las ventanas,
pero nadie la veía, sólo su mamá. Amelia no pudo llorar cuando la vio en esa
camilla fría, no pudo llorar cuando la abrazaban buscando consolarla, no puede llorar
porque ella no se había ido, sigue ahí tarareando. Cuando la vio fue muy tarde,
el chofer quiso frenar pero fue demasiado tarde, ella nunca oyó el claxon.
Amelia sabía que en el fondo ese siempre fue el camino de Gabriela, por eso
todos los días volvía a salir con la bicicleta. Tanta música que no oyó venir el carro.
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