Nunca me había despertado con ese aroma tan cerca. Nunca pensé que luego de haber sentido su perfume durante días por los pasadizos al fin podría estar tan cerca. Me desperté entre la neblina de la mañana y una corriente de aire que entró por la ventana como exigiendo que me despertara para ver lo que había hecho. Era cierto, abrí los ojos y la vi echada sobre mi pecho con su cabellera de olor de jazmín, sin la más mínima idea que aquel hombre con el que había pasado la noche era un asesino. No era sólo un asesino sino el peor de todos, porque quien mata a la persona que ama también se mata así mismo, mata su alma.
Habían pasado casi 2 años que no me despertaba con una chica al lado. Una chica joven, con cabello castaño y aquellos ojos redondos de avellana que me miraban con pena a pesar de tener siempre una sonrisa en el rostro. Para ella no había ni mañana, ni neblina, mucho menos corrientes de aire. Se acomodó y siguió durmiendo, en cambio yo no podía más con mis pensamientos. Sin embargo, ahora que trato de recordar esos días regresa a mi aquella pequeña sensación tibia en mi garganta. Era como si los dos últimos años de mi vida hubieran llegado a ese punto para curarse un poco, aunque sea por un momento me sentí confortado por alguien, al fin tenía un recuerdo al cual acudir para no sentir que me ahogaba en los recuerdos de mis últimos días en Lima. Ninguna mujer en esos dos años pudo hacer que me sintiera bien hasta que llegué a aquella pensión en Buenos Aires.
Trate de cerrar los ojos y dormir un poco más pero había luz, la hora, la silla que crujía y aún era muy temprano. Su papá no se dio cuenta que ella faltaba en su cama, su madre me sirvió el desayuno esa misma mañana sin sospechar que había pasado la noche con su hija, pero lo mejor de todo fue que después de mucho tiempo sentí que había recuperado algo de aquel Joaquín que se quedó en Lima.
Su vestido negro seguía en el piso y ella no dejaba de aferrarse a las sábanas. Abrió los ojos y me sonrió, le sonreí y mi mente me repitió que no era justo para Fabiola, no era justo por la noche que me dio, no era justo que yo intentará suplir a Verónica con ella. Me desenredé de sus brazos y me alejé de la cama. No la miré porque sentía que al voltear vería a Verónica. Con los mismos ojos redondos, con la misma sonrisa pícara que se esbozaba cada vez que me veía. No podía voltear a verla pero sentía su voz preguntándome si estaba bien, si me pasaba algo. No podía verla con aquel rostro que se reflejada en el espejo de la habitación. Aquel espejo desgastado me presentó al Joaquín en el que me había convertido. Para tener apenas 23 años, tenía una barba que me hacia lucir mayor y las ojeras que me salieron de tanto llorar seguían ahí sin ninguna intención de irse. En dos años había huido de mi país, me había exiliado y estaba pagando mi propia condena. Había estado en la sierra de Perú, luego cuando al fin decidí pasar la frontera todo se tornó más oscuro, más ilegal y casi siniestro. Bolivia y Chile pasaron por mis pies, en camiones de carga, entre animales, verduras, frío, entre gente honesta y gente de mal vivir. Algunas veces subido en algún carro de algún viajero itinerante que luego de unos kilómetros se daba cuenta que yo no viajaba con el fin de conocer y entonces dejaba de preguntarme sobre mi vida.
Iba a donde ellos me pudieran llevar y después pensaba una ruta nueva. Así pasó Bolivia y vi el amado Illimani del que siempre hablaba Rafael. Tantos paisajes, tantos rostro y no tenía a nadie a quien escribirle al respecto, no había a quien llamar, no había con quien compartir una imagen, era yo solo con lo que mis ojos vieran. Pasé por cerros y lagunas, hablé con gente que me entendía, me hablaron en quechua y en aymara y no entendí ni me entendieron pero había tanta pureza en su ser, estaba en ellos toda la pureza que me hacía falta. No recuerdo cómo pasé la frontera, pero sabía que aquel hombre en el espejo lo había hecho. Llegué a Chile y con una pregunta en la cabeza ¿Cómo carajos no me habían detenido? Acaso Lima se olvido de mí o decidieron no buscarme porque las lágrimas de mi madre les dieron pena. Acaso Verónica no fue lo suficientemente importante para buscar al culpable. Por un momento quise creer que Micaela y el resto se callaron, era algo improbable ya que luego de esa noche nos detestamos tanto que lo último que harían sería defenderme.
En Chile no estuve más que unos meses, hasta que aquel camión cargado de electrodomésticos de contrabando accedió a traerme, por cargar y descargar me pagaron algo, me dejaron en Salta y desde ahí tuve que seguir mi propio camino, de nuevo solo. De nuevo tuve que dar mi nombre, ahora el mundo conocía a Ignacio. Joaquín pasó a ser el recuerdo del niño asustado que descubrió la pasión en una joven que estaba confundida y asustada.
Ignacio era el hombre que dejó a mi mamá por culpa del cáncer, mi padre. Si tenía que ser alguien no podía ser más que mi propio padre, con mi propio cáncer, mi conciencia.
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